Hay que saber dónde uno se mete. No es porque un rey sea rey que todos los espacios han de ser dóciles a su voluntad, menos aun aquellos consagrados a la libre expresión de naciones soberanas, democráticas, como la nuestra. Los reyes sólo tienen libertad allí donde han podido abolirla, bien poco importa que se trate de reyes modernos, hoy llamados simbólicos. Su presencia fuera de los palacios encarnó siempre valores antagónicos a la libre expresión, a la conciencia, a la palabra. Hecha voz y denuncia, la verdad es su enemigo natural. Callarla es su Real prioridad.
Pero sorprende cuán frágil es un rey. La facilidad con que pierde los estribos en presencia del pensamiento libre lo induce en explosiones de ira infantil que contrastan de manera abrupta con su tradicional imagen de potencia, gravedad y compostura. Así son estos seres de sublimada autoestima, tal están hechos, su sangre azul no tolera a la roja. Derrapes como el del rey de España en la Cumbre Iberoamericana no son más que eso, asuntos de naturaleza. Víctima de su legitimidad de poder y siempre al borde del ridículo, qué deliciosamente lógica, patética y grotesca es la desnunez de un rey.
Pero hoy no necesitamos contarnos de nuevo la historia que nos “une” al antiguo imperio español. Valdría mejor constatar que olvidamos demasiado seguido el exacerbado anacronismo de la simpatía que hoy continúan sientiendo los españoles por un sistema monárquico que no por ser simbólico (lo cual es en realidad inexacto) los une menos a dicho anacronismo.
A decir verdad, el protagonismo de la corona española en tan irrefutable realidad histórica no hace al actual Presidente del Gobierno español, José Luis Zapatero, ni a su predecesor, José María Aznar, substancialmente diferentes el uno del otro en tanto que individuos: ambos consienten la monarquía parlamentaria como sistema político de su país. Lo cierto es que en ese sistema el Rey de España ejerce efectivamente la función de Jefe de Estado en forma hereditaria, lo cual nada tiene de simbólico y convierte moralmente a sus actuales representantes en miembros voluntarios de un sistema antidemocrático e históricamente criminal.
El peso de esta preeminencia no puede ser inocente y delata la hipocresía implícita de toda pretensión socialista o progresista por parte de cualquier Presidente del Gobierno español, pasado o futuro.
Todo empieza por ahí.
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