Al orgullo herido neocon y de los promotores de la guerra de Irak, que sacan pecho al cumplirse el quinto aniversario de la invasión considerándola un éxito, le ha salido un incómodo contratiempo: la realidad, registrada minuciosamente sobre el terreno por Rajiv Chandrasekaran, redactor jefe del Washington Post, les desmiente. El reportero, que cubrió la guerra y el posterior intento de construir desde arriba y por decreto un clon de EE UU en el mundo árabe, ha escrito una radiografía del desastre desde las entrañas mismas de la bestia, que acaba de publicarse en castellano: Vida imperial en la ciudad esmeralda. Dentro de la zona verde de Bagdad (RBA). “El fracaso de EE UU ha contribuido a incrementar la violencia y la inestabilidad en Irak”, sostiene, rotundo.
En la mejor tradición del periodismo anglosajón, Chandrasekaran registra hechos –en ocasiones, desde la estupefacción— y su mera acumulación genera tal estrépito que las victoriosas proclamas del emperador, desnudo, dejan de ser audibles. Este largo reportaje, que se lee como una novela de John Le Carré, dibuja una invasión que provocaría risas si no estuviera teñida de sangre: nadie preparó nada para el día después, peleas intestinas evitaron que gente formada tomara el control de la situación, y muchos planes grandilocuentes llevaban la rúbrica de niñatos que salían por vez primera al extranjero. Y no se trataba sólo de reconstruir un país, sino que el objetivo tenía una ambición extraordinaria: nada menos que llevar a la práctica en pocos meses la utopía neocon de crear una democracia guiada por el libre mercado perfecto. El único requisito que exigía Washington a los héroes que mandaba al laboratorio bagdalí era que creyeran con todas sus fuerzas en George W. Bush, el Partido Republicano y la grandeza de la misión.
“Muchos dicen que el mayor error cometido por EE UU fue disolver el Ejército y la política de des-baazificación. No les contradeciré, pero también creo que un error básico fue mandar a Bagdad a gente sin ninguna cualificación solo por su lealtad política”, sostiene Chandrasekaran, quien elige un ejemplo entre mil: “Se mandó a un chico de 24 años que nunca había trabajado en el mundo financiero a reabrir y gestionar la Bolsa de Bagdad”. En el libro se desgranan muchos casos cortados por el mismo patrón: importantísimas misiones se asignaron a personas sin preparación, improvisadamente, con el único mérito de ser amigos de Bush, de Donald Rumfsfeld, de Dick Cheney, o de sus esposas. “Deberíamos haber mandado a gente con talento y expertos que hablaran árabe”, subraya.
Todos llegaban a Bagdad con planes desmesurados y provincianos, a menudo réplicas calcadas de lo que estaba en vigor en EE UU, y sin hablar jamás con un iraquí empezaban a perpetrar decretos atrincherados en el búnker de la ciudad esmeralda, donde se intentaba vivir exactamente como en Virginia: hamburguesas, canales deportivos por satélites, cerveza... Todo traído de fuera porque nadie se fiaba de los iraquíes. El relato de Chandrasekaran revela que ya antes de la llegada del virrey Paul Bremer estaba claro que el caos iba a adueñarse de la situación.
En el libro ni se menta Abu Ghraib -“Quería centrarme sólo en la zona verde y la cárcel estaba fuera”, explica—y algunos vivos desembarcaron incluso con ánimo de saquear el país y al contribuyente estadounidense: el libro detalla el enriquecimiento ilícito de empresas neonatas sin escrúpulos como Custer Battles. Sin embargo, el periodista considera que globalmente la gran mayoría creía realmente en la grandeza de la misión: “Casi todos los estadounidenses que fueron a Irak, ya sea como soldado, marine o trabajador para la reconstrucción, iba con la mejor de las intenciones”, subraya.
Otra cosa muy distinta es que sus sueños se cumplieran. El plan de Washington –o mejor: el no-plan—llevaba inevitablemente al colapso, según sugiere Chandrasekaran y, en consecuencia, daba alas a la insurgencia. “Creo que el fracaso de EE UU para gobernar y reconstruir Irak ayudó mucho a incrementar la violencia y la inestabilidad en el país”, admite el periodista estadounidense.
La violencia hizo añicos la quimera y el mazazo con la realidad fue brutal: “Algunos neocon siguen defendiendo que hicieron lo correcto, pero muchos, al volver a casa a partir de 2005, empezaron a darse cuenta de que se había fallado. Se creía que todo mejoraría cuando se promulgara la Constitución, pero luego se dieron cuenta de que era mucho más complicado”.
El periodista del Washington Post describe una sorda y permanente guerra entre el Departamento de Estado, entonces dirigido por Colin Powell, y el Pentágono de Rumsfeld, que vetaba cualquier iniciativa que llevara el sello de su competidor en la estructura de poder de la Administración. El reportero responsabiliza del desastre al núcleo del Pentángono –Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Doug Feith-, protegidos por Cheney. Pese a ello, y a que no se encontraran las famosas armas de destrucción masiva, Bush fue reelegido en 2004. “La mayoría de los que le votaron lo hicieron por razones que nada tenían que ver con Irak. Además, en aquel momento aún no se veía el curso que acabarían tomando las cosas. Muchos creían que Irak iba a transformarse en un país relativamente estable y democrático”. Ahora está claro que no es así. Y mejorar la situación, concluye, “llevará muchos años”.
Agencias EP AIP JPMM
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