Las ciudades vecinas parecen no darse cuenta de lo que viene sucediendo, así como pocos campesinos de los territorios aledaños se dan por enterados. Qué decir, entonces, de los países que colindan con este territorio, de las autoridades nacionales y mundiales. Incluso los jefes religiosos o morales del mundo hacen oídos sordos y vista ciega a todo lo que está sucediendo. Algunos elevan su voz e intentan denunciar el horror, la brutalidad y la violencia sin límites, pero caen tumbados debido a la velocidad de la represión del aparato policial o desaparecen para siempre.
Durante uno de los períodos más negros del siglo XX el mundo se hizo sordo, ciego y mudo a los atroces atropellos a los derechos humanos de todo un pueblo. Estaban todos demasiado preocupados de sobrevivir para tomar en serio lo que uno u otro valiente se atrevía a murmurar: están matando, torturando, sometiendo a trato inhumano a miles y miles de inocentes sólo por pertenecer a un pueblo que disgusta al poder imperante. Crecí viendo películas, leyendo libros y escuchando de boca de sobrevivientes las atrocidades del régimen nazi en contra del pueblo judío. Lloré lo indecible y me juré jamás callar ante la menor atrocidad contra otro ser humano.
Pero he sido obligada, como millones, a ver cómo en menos de medio siglo la historia se repite. Los párrafos iniciales, que bien podrían referirse a los campos de concentración diseminados por los nazis en su territorio y en otras zonas ocupadas, son mi retrato de la Franja de Gaza y la Cisjordania actuales. Más de una vez hemos visto cómo la bestialidad no tiene límites, pero sí nombre: Israel.
Lo que más me duele e indigna es que un pueblo que vivió y sufrió como el judío, permita que, en su nombre, sus líderes cometan las mismas atrocidades que los nazis cometieron sobre ellos. El mundo creó la diáspora palestina para redimirse de la diáspora judía. Ahora calla para redimirse del Holocausto. Los líderes de Israel hacen a su pueblo cómplice de sus atrocidades.
No hay hornos crematorios ni cámaras de gases, pero porque no son necesarias. Las condiciones de campos de concentración para los millones de palestinos que optaron por no adherir a la diáspora es degradante y mortal. No hay posibilidad de trabajar, de cultivar, de estudiar, de comer, de vivir. Como hormigas desesperadas, los civiles palestinos levantan casas para que sean derribadas, crían hijos para que sean asesinados, votan para que sus decisiones no sean respetadas, cultivan para que sus hortalizas sean destruidas.
Despiertan con bombas sobre sus casas y son interrogados cada vez que intentan cruzar del cultivo al hogar. Si no son prisioneros, no sé qué serán. Con certeza, jamás ciudadanos. Así, sólo queda la desesperación de morir con alguna dignidad. Desde la creación del Estado de Israel, en 1949 hasta hoy, el espejo ha sido implacable. Un pueblo, los palestinos, inocente, como los judíos, sistemáticamente aniquilado a la vista y paciencia de toda la humanidad sólo porque la sed de venganza del espejo sionista es demencial, como los nazis. Qué espejo, Dios mío.
Por Leila Gebrim Kozac, leilageb@yahoo.com.br
Agencias LN AIP JPMM
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