Asiento 7C. Pasillo. Cristina debería haber llegado con un vestido negro y una camisa blanca. Maquillaje rosa. Con el pelo negro, escarmenado y un peinado alto que hiciera crecer su metro 55. Seguramente habría ocupado los kilos que le correspondían como viajera con un cerro de regalos para sus tres sobrinos, sus hijos putativos. En su maleta, desvencijada con tanto trajín, habría optado por acarrear libros de literatura feminista y un par de pilchas. Lo justo y necesario. Nada muy ostentoso. A Cristina no le gustaba exagerar.
La simpleza de sus 33 años sólo se quebraba cuando sonreía. Dicen que cuando Cristina sonreía, su cara se volvía tan pequeña que parecía un pañuelo, y sus labios insolentes, el mundo. Sus amigos y familiares coinciden en que la última vez que la vieron iba riendo. La última vez que cerró la puerta de su casa para partir a Europa por un trabajo de coordinación en el Partido Comunista, iba riendo. Cuando vio a su hermana Lidia por última vez, en la Clínica San Pancracio en la calle Sierra Bella, a pocos minutos de haber parido, iba riendo.
Cuando visitó a sus sobrinos con un juguete en la mano para cada uno para despedirse porque viajaría a Europa por una misión secreta del PC, también reía. Nadie sabe si cuando la lanzaron al mar, a fines de 1978, los asesinos lograron desdibujar su sonrisa. Nadie sabe si cuando su pequeño cuerpo torturado se sumergió en el agua salada del Atlántico, fueron sus labios los que la sacaron a flote y la salvaron de perderse en el fondo del mar.
El vuelo 462 de Lan viene completo. Por las ventanas se ve el cielo celeste y brillante. Se asoma impúdica la Cordillera de los Andes. Tiempo de vuelo: 90 minutos. Santiago registra 22 grados de temperatura. Todavía falta para llegar a destino. El reloj marca las nueve de la mañana. Temprano todavía para Cristina. Ella hubiese elegido otra hora para viajar, porque le gustaba quedarse hasta tarde en la cama, cuando podía, el resto del tiempo era irreductible.
Tenía que ser responsable, sobre todo por el "partido, sus compañeros y los trabajadores", como recuerdan sus amigos. Era una guerrillera preparada para cualquier batalla. En 1967, cuando marchó por Vietnam desde Santiago a Valparaíso, se preparó con tiempo: se compró un par de botas de gamuza café, unas parecidas a las que su hermana Dora había traído de un viaje a la URSS. Con ellas caminó durante horas, hasta hacer pedazos las suelas.
"Cristina era una mujer tan solidaria que no pensaba en ella. Sabía que su felicidad no era completa si había otras personas, en su misma condición, que no eran felices", ha repetido Dora en discursos y entrevistas. Dora espera ahora en el asiento 7C, pasillo, que el avión toque tierra chilena. Mientras pasa el tiempo, recuerda los ojos profundos de su hermana y la angustia de su desaparición.
Era julio de 1978 y Cristina sólo hacía escala en Buenos Aires el día que fue secuestrada por agentes de la dictadura argentina. Fue la primera víctima chilena de la coordinación de los gobiernos represores de Latinoamérica, llamada Operación Cóndor. Tiempo después, su familia se enteró por otros compañeros de partido que Cristina había sido torturada en uno de los más temidos centros de tortura de Buenos Aires, El Olimpo. En cautiverio la apodaron "la chilena". Nunca abrió la boca para delatar a algún compañero. Sus captores se ensañaron. La rabia se expresó en su cuerpo pequeño que apareció inerte en una playa de La Plata en diciembre de 1978.
En el sector de carga del avión espera Cristina. Después de casi 30 años volverá a Santiago. A su casa de la calle Rosemblut, en Ñuñoa. Volverá al parrón de uvas negras, al damasco. Al familión partido en dos después de 1973. No estará su padre ejecutado político , tampoco su hermano detenido desaparecido . Pero sí sus sobrinos, los hijos de sus sobrinos. Lidia y Dora, que abrocha su cinturón para aterrizar.
En Santiago son casi las diez de la mañana. Es viernes 28 de diciembre. Parece una broma del Día de los Inocentes, pero no lo es. Después de tanta espera, Dora deja su asiento y baja a esperar el recibimiento para su hermana. Es una decena de amigos, familiares y compañeros de militancia. En un salón preparado para la ocasión se escucha la melodía sentida de las mujeres de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos.
Una señora de unos 90 años carga un afiche con cinco fotos en su pecho. La pregunta dónde están es por cada uno de sus cinco hijos muertos. Entonces entra Cristina, con una bandera cruzada en el pecho. Su hermana Dora se pone en pie. Y la recibe. Todo lo que hay de ella está puesto enfrente: un ataúd café y pequeño donde están guardados los huesos que fueron desenterrados por vecinos de La Plata y que recién hoy llegan a sus manos.
Cristina es apenas un osario, un osario de pena upelienta: cantan "La Internacional" la Jota de Ñuñoa y sus compañeros vivos. Dora mira alrededor y ve llanto. Y ella no entiende por qué la gente llora. Por qué esto es un funeral. Por qué la pena negra si Cristina cruzó por fin la cordillera.
Agencias Alejandra Carmona LN AIP JPMM
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