El golpe y la dictadura están de vuelta. Un programa de televisión que los recuerda -Imágenes prohibidas- ha tenido un rating que nadie pronosticó.
¿A qué se debe este fenómeno? ¿Por qué un puñado de hechos que parecían sepultados por el tiempo renacen de pronto? ¿Acaso no había llegado por fin la calma del pasado?
Lo que ocurre es que el pasado se construye retrospectivamente: como sea el pasado, cuánto halague o hiera a quienes lo recuerdan, depende del futuro que tengan ante sus ojos. En este sentido, el pasado siempre es presente y acompaña a los seres humanos como una sombra fuera de la cual no pueden saltar.
Cuando el futuro es opaco o está apagado -una meseta que nada puede cambiar- el pasado aparece en sordina.
Fue lo que ocurrió de manera predominante en los años de la transición. Entonces casi se dejó de respirar para que nada se alterara. En cambio, cuando el futuro se agita -y los seres humanos se dan cuenta que las cosas pueden ser distintas, como está ocurriendo ahora- el pasado retorna con bríos y todo lo que pasó y que parecía haber quedado a las espaldas, exige ser tomado en cuenta, explicado o justificado.
Es entonces la voluntad de futuro que ha surgido en el país (el futuro genuino siempre equivale a la negación del presente, nunca a su continuidad) la que explica el renacer de la memoria.
Los seres humanos van lanzados hacia adelante, es cierto; pero en esa trayectoria deben integrar lo que va quedando a sus espaldas. Y al hacerlo -como los ciudadanos que miran por televisión esas imágenes de los años de dictadura- no ven esos hechos pasados como simples hechos naturales que no pudieron evitarse. Por el contrario, los experimentan como lo que fueron: decisiones de matar o hacer desaparecer personas, que tallaron la responsabilidad de quienes las adoptaron. Si los seres humanos miraran el pasado como cosa finiquitada, como un acontecer natural que no pudo evitarse, la responsabilidad no existiría.
Es verdad que nadie puede cambiar hoy lo que hizo o dejó de hacer ayer (nadie resucitará a los muertos, hará aparecer a los desaparecidos o evitará los dolores que ya fueron); pero el recuerdo de esos hechos terribles hace tomar conciencia, a los viejos y a los jóvenes, que en la base de cada uno de ellos hubo una elección.
En otras palabras, ayuda a comprender que la memoria y la responsabilidad van siempre de la mano.
Y es que la memoria es la conciencia retrospectiva de que lo que fue, pudo ser distinto: que el desaparecido pudo no desaparecer, el torturado no padecer tormento, el asesinado no morir a mano ajena. Y que si hubo desaparecidos, tortura y asesinato fue porque algunos así lo escogieron.
Y ese es hoy el problema en Chile: se tiene el recuerdo de esa experiencia; todos conocen su significado; a todos consta que no hubo simples excesos, sino una violación sistemática de los derechos humanos; ya nadie niega ni lo uno ni lo otro; los que ayer justificaron los crímenes hoy ya no se atreven siquiera a insinuarlo... pero la responsabilidad sigue brillando por su ausencia.
Es como si todos esos años de violencias y de crímenes hubieran sido fruto de algún cataclismo celestial, de cambios en "la luna, el sol o las otras estrellas" y no, como fueron, una decisión sostenida por la voluntad de muchos, especialmente civiles, que hoy día guardan silencio.
En Chile ha habido una evasión consistente en mirar el pasado como si nadie hubiera escogido o elegido lo que allí ocurrió y que hoy día a todos avergüenza. En un mundo así -el mundo que algunos querrían: donde lo que ocurre es resultado de un cataclismo y no de la voluntad- no habría responsabilidad porque todos podrían declararse víctimas, hojas movidas por el viento de la historia.
Pero un mundo sin responsabilidad -un mundo donde la voluntad carece de un lugar y entonces nada tiene consecuencias- no solo es un mundo sin pasado.
Lo peor es que es un mundo que tampoco tiene futuro.
Por El golpe y la dictadura están de vuelta. Un programa de televisión que
los recuerda -Imágenes prohibidas- ha tenido un rating que nadie
pronosticó.
¿A qué se debe este fenómeno? ¿Por qué un puñado de
hechos que parecían sepultados por el tiempo renacen de pronto? ¿Acaso
no había llegado por fin la calma del pasado?
Lo que ocurre es
que el pasado se construye retrospectivamente: como sea el pasado,
cuánto halague o hiera a quienes lo recuerdan, depende del futuro que
tengan ante sus ojos. En este sentido, el pasado siempre es presente y
acompaña a los seres humanos como una sombra fuera de la cual no pueden
saltar.
Cuando el futuro es opaco o está apagado -una meseta que
nada puede cambiar- el pasado aparece en sordina. Fue lo que ocurrió de
manera predominante en los años de la transición. Entonces casi se dejó
de respirar para que nada se alterara. En cambio, cuando el futuro se
agita -y los seres humanos se dan cuenta que las cosas pueden ser
distintas, como está ocurriendo ahora- el pasado retorna con bríos y
todo lo que pasó y que parecía haber quedado a las espaldas, exige ser
tomado en cuenta, explicado o justificado.
Es entonces la
voluntad de futuro que ha surgido en el país (el futuro genuino siempre
equivale a la negación del presente, nunca a su continuidad) la que
explica el renacer de la memoria.
Los seres humanos van lanzados
hacia adelante, es cierto; pero en esa trayectoria deben integrar lo que
va quedando a sus espaldas. Y al hacerlo -como los ciudadanos que miran
por televisión esas imágenes de los años de dictadura- no ven esos
hechos pasados como simples hechos naturales que no pudieron evitarse.
Por el contrario, los experimentan como lo que fueron: decisiones de
matar o hacer desaparecer personas, que tallaron la responsabilidad de
quienes las adoptaron. Si los seres humanos miraran el pasado como cosa
finiquitada, como un acontecer natural que no pudo evitarse, la
responsabilidad no existiría. Es verdad que nadie puede cambiar hoy lo
que hizo o dejó de hacer ayer (nadie resucitará a los muertos, hará
aparecer a los desaparecidos o evitará los dolores que ya fueron); pero
el recuerdo de esos hechos terribles hace tomar conciencia, a los viejos
y a los jóvenes, que en la base de cada uno de ellos hubo una elección.
En otras palabras, ayuda a comprender que la memoria y la responsabilidad van siempre de la mano.
Y
es que la memoria es la conciencia retrospectiva de que lo que fue,
pudo ser distinto: que el desaparecido pudo no desaparecer, el torturado
no padecer tormento, el asesinado no morir a mano ajena. Y que si hubo
desaparecidos, tortura y asesinato fue porque algunos así lo escogieron.
Y
ese es hoy el problema en Chile: se tiene el recuerdo de esa
experiencia; todos conocen su significado; a todos consta que no hubo
simples excesos, sino una violación sistemática de los derechos humanos;
ya nadie niega ni lo uno ni lo otro; los que ayer justificaron los
crímenes hoy ya no se atreven siquiera a insinuarlo... pero la
responsabilidad sigue brillando por su ausencia.
Es como si todos
esos años de violencias y de crímenes hubieran sido fruto de algún
cataclismo celestial, de cambios en "la luna, el sol o las otras
estrellas" y no, como fueron, una decisión sostenida por la voluntad de
muchos, especialmente civiles, que hoy día guardan silencio. En Chile ha
habido una evasión consistente en mirar el pasado como si nadie hubiera
escogido o elegido lo que allí ocurrió y que hoy día a todos
avergüenza. En un mundo así -el mundo que algunos querrían: donde lo que
ocurre es resultado de un cataclismo y no de la voluntad- no habría
responsabilidad porque todos podrían declararse víctimas, hojas movidas
por el viento de la historia.
Pero un mundo sin responsabilidad
-un mundo donde la voluntad carece de un lugar y entonces nada tiene
consecuencias- no solo es un mundo sin pasado.
Lo peor es que es un mundo que tampoco tiene futuro.
El golpe y la dictadura están de vuelta. Un programa de televisión que
los recuerda -Imágenes prohibidas- ha tenido un rating que nadie
pronosticó.
¿A qué se debe este fenómeno? ¿Por qué un puñado de
hechos que parecían sepultados por el tiempo renacen de pronto? ¿Acaso
no había llegado por fin la calma del pasado?
Lo que ocurre es
que el pasado se construye retrospectivamente: como sea el pasado,
cuánto halague o hiera a quienes lo recuerdan, depende del futuro que
tengan ante sus ojos. En este sentido, el pasado siempre es presente y
acompaña a los seres humanos como una sombra fuera de la cual no pueden
saltar.
Cuando el futuro es opaco o está apagado -una meseta que
nada puede cambiar- el pasado aparece en sordina. Fue lo que ocurrió de
manera predominante en los años de la transición. Entonces casi se dejó
de respirar para que nada se alterara. En cambio, cuando el futuro se
agita -y los seres humanos se dan cuenta que las cosas pueden ser
distintas, como está ocurriendo ahora- el pasado retorna con bríos y
todo lo que pasó y que parecía haber quedado a las espaldas, exige ser
tomado en cuenta, explicado o justificado.
Es entonces la
voluntad de futuro que ha surgido en el país (el futuro genuino siempre
equivale a la negación del presente, nunca a su continuidad) la que
explica el renacer de la memoria.
Los seres humanos van lanzados
hacia adelante, es cierto; pero en esa trayectoria deben integrar lo que
va quedando a sus espaldas. Y al hacerlo -como los ciudadanos que miran
por televisión esas imágenes de los años de dictadura- no ven esos
hechos pasados como simples hechos naturales que no pudieron evitarse.
Por el contrario, los experimentan como lo que fueron: decisiones de
matar o hacer desaparecer personas, que tallaron la responsabilidad de
quienes las adoptaron. Si los seres humanos miraran el pasado como cosa
finiquitada, como un acontecer natural que no pudo evitarse, la
responsabilidad no existiría. Es verdad que nadie puede cambiar hoy lo
que hizo o dejó de hacer ayer (nadie resucitará a los muertos, hará
aparecer a los desaparecidos o evitará los dolores que ya fueron); pero
el recuerdo de esos hechos terribles hace tomar conciencia, a los viejos
y a los jóvenes, que en la base de cada uno de ellos hubo una elección.
En otras palabras, ayuda a comprender que la memoria y la responsabilidad van siempre de la mano.
Y
es que la memoria es la conciencia retrospectiva de que lo que fue,
pudo ser distinto: que el desaparecido pudo no desaparecer, el torturado
no padecer tormento, el asesinado no morir a mano ajena. Y que si hubo
desaparecidos, tortura y asesinato fue porque algunos así lo escogieron.
Y
ese es hoy el problema en Chile: se tiene el recuerdo de esa
experiencia; todos conocen su significado; a todos consta que no hubo
simples excesos, sino una violación sistemática de los derechos humanos;
ya nadie niega ni lo uno ni lo otro; los que ayer justificaron los
crímenes hoy ya no se atreven siquiera a insinuarlo... pero la
responsabilidad sigue brillando por su ausencia.
Es como si todos
esos años de violencias y de crímenes hubieran sido fruto de algún
cataclismo celestial, de cambios en "la luna, el sol o las otras
estrellas" y no, como fueron, una decisión sostenida por la voluntad de
muchos, especialmente civiles, que hoy día guardan silencio. En Chile ha
habido una evasión consistente en mirar el pasado como si nadie hubiera
escogido o elegido lo que allí ocurrió y que hoy día a todos
avergüenza. En un mundo así -el mundo que algunos querrían: donde lo que
ocurre es resultado de un cataclismo y no de la voluntad- no habría
responsabilidad porque todos podrían declararse víctimas, hojas movidas
por el viento de la historia.
Pero un mundo sin responsabilidad
-un mundo donde la voluntad carece de un lugar y entonces nada tiene
consecuencias- no solo es un mundo sin pasado.
Lo peor es que es un mundo que tampoco tiene futuro.
Por Carlos Peña
Agencias Prensa RMP ECH PM AIP
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