Estaba sentada en la terraza, junto a una mesa redonda con mantel blanco, vasos de agua, papeles, periódicos. Miraba como desde lejos el jardín, la piscina transparente y los cactus, las estatuas de piedra. En la puerta debe estar todavía un letrero que dice Casa Mater y "Bienvenido al territorio libre de mi casa".
Más delgada, vestida simplemente con una blusa y una falda, y el pelo que se había dejado rotundamente blanco, seguía siendo fuerte como un Caterpillar, pero leve como una mariposa. Con una voz sedada y sedante, sonrió: "Espero que pueda hacerla bien". Se refería a esta entrevista.
Tenía 60 años recién cumplidos, era un ícono del periodismo chileno y había tenido una vida de novela. "Todo puede cambiar dijo , los maridos, los países, las casas, pero los hijos son para siempre". Dos de sus hijos murieron, muy pequeños, y Felipe fue encargado desde el principio al ángel de la guarda. "Cuando volví de la clínica me quedé mirando a Felipe para ver que respirara... Y entonces decidí: yo no puedo controlar nada de la vida, no puedo ni siquiera retener la vida de mis hijos, y por tanto, Señor, cuídalo, ángel de la guarda, cuídalo. Y que sea lo que tenga que ser. De ahí en adelante ¡son tan libres! que no se le ocurrió nada mejor a Felipe, y después a Diego, ¡que correr en motocross! Pero la libertad es clave, amarlos libremente. Y eso parte con ama a los demás como a ti mismo "
De los preceptos cristianos, ¿ese es el que más te impresiona?
No. La palabra más importante es "hágase Tu voluntad". Para entregarte, para confiar.
LENTES AHUMADOS Y LOS ZARPAZOS DEL PUMA
Patricia trabajaba en la revista "Ercilla" y tenía dos niños cuando su padre, Sergio Verdugo, presidente del Sindicato de la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales, fue secuestrado por efectivos de la Dirección de Inteligencia de Carabineros. Varios días después, su cuerpo fue encontrado en el río Mapocho con huellas de tortura. Entonces comenzó la investigación periodística más importante de su vida. Era julio de 1976. Dos décadas más tarde diría: "Nosotros hicimos todo lo posible".
Luego de tres libros quemantes, "Una herida abierta" (1979), "André de la Victoria" (1984) y "Quemados vivos" (1986), una tarde de 1989, "Los zarpazos del puma" estaba en la calle.
Era el año de la caída del muro de Berlín, y Pinochet todavía no se iba a sus cuarteles, ni a sus ocho años de general en jefe de las FFAA en democracia, ni a su banca de senador designado y vitalicio, y mucho menos a la London Clinic. Y cada diez metros, los vendedores callejeros voceaban a gritos el libro sobre la Caravana de la Muerte. La verdad estallaba.
Patricia Verdugo había escrito esa historia, y lo había hecho con el dramatismo exacto, con la precisión de una obra maestra; sólo que todo era rigurosamente cierto. Una amiga la llamó: "Ven inmediatamente". Ya en la boca del Metro escuchó los gritos, el título de su libro del que se vendieron 100 mil copias sólo en las primeras semanas.
"Me dio susto. Me dio tanta sensación de terror, que saqué mis anteojos ahumados y me los puse, como si alguien pudiese reconocerme. Cuando yo podía caminar por el medio de la Alameda entre todos los libros, y nadie hubiera dicho ahí va la autora, pero igual me puse los anteojos ahumados para pasar entre todos, porque me daba pudor. Eso, pudor".
Tú siempre hubieras sido una periodista notable. Pero el asesinato de tu padre fue un vuelco...
El asesinato de mi padre me hizo más sensible a lo que sienten los otros. Quizás yo puedo haber aprendido a escribir mejor, para poder compartir eso. Porque ¡cómo decirles a los otros lo que significa eso!
¿Toda la vida fuiste súper woman, de no desmayar y no temer, o temer y pasar por encima del miedo?
Yo fui una niña muy energética, tengo que dar gracias a un cóctel de genes. Bien pude haber dedicado mi energía a otras cosas, pero el periodismo que a mí me enseñaron no me dejó escapatoria. O me iba fuera de Chile, a sacarles la leche a las vacas en Holanda, y me transformaba en otra persona, o si me quedaba aquí, ¡había que intentarlo! Es que alguna vez, ante una amenaza más concreta, oí decir "vámonos al exilio", pero entre llorar con otros chilenos en Austria, ¡yo prefería llorar aquí...! Fue tan fuerte, tan fuerte, la fraternidad que hubo entre los que dábamos la lucha como pudiéramos... Yo creo que en el momento clave de la historia de los seres humanos se abren dos posibilidades: ser una buena persona, ética y moral, o ser un canalla. Cuánto lamento los que cruzaron la puerta de ser canallas, pero yo sé lo que se siente de cruzar la puerta de ser, de tratar de ser ético. Es una gran felicidad. Te permite mirar a los hijos a los ojos, cuando la pregunta es "mamá, papá, ¿qué hiciste tú en ese tiempo?". Mirarlos a los ojos.
En "Bucarest 187" dices: "Nosotros hicimos todo lo posible".
Sí. Eso no tiene que ver con Aylwin, sino con los familiares de las víctimas. Hicimos todo lo posible a pesar de que había un Presidente que creía que la justicia tenía medida, cuando la justicia es justicia y punto.
¿Cómo abrieron la puerta ética en una revista censurada?
En todas las revistas disidentes, algo siempre se quedó en el tintero de la censura. Pensábamos que se podía traspasar el límite, y entonces los directores tenían que medir, un mes de clausura, dos meses. Por eso yo no pude entender, cuando estalló el caso Arellano, cómo la revista "Hoy" mientras "Apsi" y "Análisis" lo llevaban en portada , pasó dos o tres semanas sin mencionarlo, porque el director era amigo del hijo de Arellano. ¡Imagínate! Yo comencé a recortar todo lo que salía, a hacer mi archivo del caso Arellano, y eso me llevó al desempleo. Me fui de "Hoy".
Las mujeres periodistas cumplieron un rol muy importante en este tiempo.
Como no podíamos hacer reportajes, ni emitir opiniones, todo se redujo durante un tiempo a puras entrevistas. ¿Cómo hacer la pregunta que permitiera que el general o el coronel dijera, se acercara, a lo que uno quería que contara? En ese juego, las mujeres eran mejores. A un general, a un coronel, una periodista mujer le baja la guardia. Ya no es un soldado del periodismo el que entró. No. Es una mujer. Una mujer con quien a él le han enseñado a ser galán, amable. No lo puede evitar. Y, además, tiene que ser valiente. Si ella pregunta algo atrevido, él no puede quedar en menos. Jugamos a ese juego durante un tiempo, incluida la revista "Cosas". En los "setenta", el periodismo es nada más "que lo digan ellos", "ellos lo dijeron". Incluso los hacíamos revisar y firmar sus entrevistas.
¿La investigación sobre la muerte de tu padre fue un trabajo extremo?
Yo no quería hacerla. No podía hacerla. El médico no puede entrar al quirófano para abrir el cuerpo de su hijo, ni de su padre, ni de su mujer. Pero nadie hizo el caso de mi papá. Qué habría dado porque una de mis amigas periodistas lo tomara. Hubo un momento en que había una jueza de probada honestidad, Dobra Lusic, y además un policía Héctor Arenas que se creía el rol del policía que tiene que encontrar la verdad, como en las películas. Y fui a Canadá para intentar que se extraditara al hombre que yo creo fue el hechor material...
Hasta ese punto llega tu libro "Bucarest 187".
Después pasaron otras cosas. El caso quedó cerrado por Amnistía. Simplemente hay un almirante, Troncoso, y un general, Brown Galleguillos, que están libres por las calles y no les ha pasado nada, no han tenido ni una hora de detención, y ellos participaron en el crimen de mi padre.
Tú cuentas en "Bucarest" que en las misas de la Vicaría de la Solidaridad se rezaba tanto por las víctimas como por los victimarios...
Todos eran víctimas, es verdad. Pero la impunidad es la violencia invisible de Chile. Estamos rodeados de hechos que producen ira. Duele estar pagándoles la pensión todos los meses a los que mataron a mi papá, a los que torturaron. Uno dice: perdón, ¿de qué se trata todo esto? Y esto tiene una razón política, la impunidad no es una casualidad, es el resultado del pacto. Tal como acaba de develarse que Lagos y la derecha hicieron un pacto para el indulto de los militares y no nos enteramos en su momento; fue un secreto de Estado. Bueno, así también hubo un pacto para que Pinochet no fuera tocado. O sea, Pinochet, de acuerdo a eso, debió morir como senador vitalicio. Fuimos nosotros los que les echamos a perder la fiesta... Que alguien de la UDI crea que salvó al país del marxismo, es obvio, pero que alguien del Partido Socialista vote por cosas que benefician a la UDI en materia de impunidad respecto a sus compañeros asesinados, eso es lo que no tiene explicación.
En ese punto, Patricia tomó un vaso de agua, apoyó la espalda en un cojín, cerró por un segundo los ojos. Los volvió a abrir y todavía estaba allí la casa, el jardín, la terraza, la grabadora, Chile.
¿Cómo ves al país ahora?
Yo lo veo tenso; uno podía predecir un aumento de la delincuencia y de la impunidad de los delincuentes, a partir de la impunidad de Pinochet. ¡Cómo robaron, cómo mataron, y no tienen castigo! El castigo que estaba llegando a algunos era porque ya venía el indulto: no se preocupe, general; no se preocupe, coronel, le va a tocar a lo más un año; dos, porque ya viene el indulto. Nosotros no sabíamos. Nosotros celebrando que se haría justicia...
En la grabadora sonó un clic y Patricia preguntó la hora. Eran las doce, yo iba a esperar a un radiotaxi, ella iba al médico. La llevaba un amigo. La seguí hasta su estudio donde todo se veía como si siguiera trabajando. Carpetas, fotos, notebook, ella vestida de rojo en una serie de instantáneas. Cuando nos despedimos, la escritora de "Los zarpazos del puma" me tomó las manos. Cartera al hombro, ojos negros y brillantes, sonrió guapa y tranquila, y me dijo con una voz bajita: "Dame energía".
Por Mili Rodríguez Villouta
Agencias LN AIP JPMM
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