
Por siglos, el sector empresarial ha buscado mantener y aumentar sus privilegios. Aún tenemos el recuerdo del tiempo de las empresas salitreras, que pagaban con fichas que sólo podían ser cambiadas en la pulpería bajo el control del mismo patrón; otro ejemplo era el campo, donde los latifundistas no pagaban con dinero, sino sólo con permitir una choza para que el campesino viviera junto con su familia, además de un pedazo de tierra para una siembra de subsistencia.
De esta forma, el mundo empresarial fue construyendo una cultura paternalista, que buscaba que el trabajador se sintiera absolutamente dependiente y controlado. Se establecía así una relación vertical, donde el patrón le hace un favor al darle trabajo, por lo que el trabajador queda sometido a su total arbitrio. Durante la dictadura militar, los empresarios, en una alianza con los sectores políticos de derecha, apoyaron políticas públicas que desde el punto de vista laboral y tributario establecieron un escenario muy favorable para sus negocios, pero también es cierto que este mismo escenario ha sido muy desfavorable para millones de trabajadores y trabajadoras del país.
Hoy, nuevamente, volvemos a ver la conducta empresarial, sin ninguna visión de país que no sea la del crecimiento económico y sus ganancias, y que frente a la mínima dificultad reclama subsidios del Estado y pide más flexibilidad laboral. Lo curioso es que son los mismos que en los tiempos de bonanza económica piden menos intervención y achicar el Estado.
Hay que ser justos. Algunos empresarios -los menos- han tratado de dejar atrás el estigma y dejar de ser un grupo que trabaja sólo por sus intereses particulares.
Cuando se ha logrado con una ley establecer que el sueldo base es el salario mínimo y que se debe pagar la semana corrida, aparecen de nuevo con esa actitud paternalista, creyéndose con el derecho de decirles a los trabajadores qué es lo mejor para ellos. Hemos sido testigos de cómo presionan al Gobierno para que modifique, interprete o aplace la ley de semana corrida, la que por más de tres décadas no han pagado, utilizando subterfugios como contratos por un peso, diez pesos u otros similares, todo esto porque los contratos mensuales no tenían derecho al pago del séptimo día.
El argumento empleado para impedir la puesta en marcha de la semana corrida, que debería comenzar a regir el 21 de enero de 2009, es que aumentarán los costos de mano de obra y, según el espíritu de la ley, nunca se pensó en costos adicionales, como si el pago del séptimo día (domingo) fuese ficticio o virtual. La puesta en marcha de esta ley aún está por verse. Pero cualquier medida de aplazamiento u otra similar será interpretada como una agresión inaceptable a los trabajadores, quienes no tendremos otra opción que reaccionar frente a tal hecho. El argumento de que esta medida creará desempleo, junto con la utilización de la crisis mundial, sirve como escudo para el objetivo empresarial. Pero lo más feo e impresentable y que nos confunde es la debilidad del Gobierno ante el empresariado; no le teme a la reacción de quienes lo eligieron: los trabajadores. Utilizar como excusa el desempleo para no aplicar una ley de la república demuestra que algo no está funcionando bien en nuestro país. Deja en evidencia que la cultura empresarial autoritaria está vigente y que sus privilegios están primero que los derechos sociales y laborales.
¡Cuidado con alterar la paz social! Porque está sobre una plataforma muy débil, basada en la necesidad de la gente. Cuando la gente se cansa de tanto abuso, tanta ambigüedad, no queda otra opción que protestar y mandar todo al diablo. ¿Es más importante la paz social o cuidar el bolsillo de algunos empresarios?
Por Arturo Martínez, presidente de la CUT
Agencias Prensa LN AIP JPMM
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